Un martes, de madrugada, me encontraba tumbado en mi cama, sudando, sin poder dormir y considerando la posibilidad de embarcarme en alguna actividad relajante, como por ejemplo llamar mi amigo Filipo. No es que el hecho de llamar a Filipo fuera relajante per se, sobre todo porque era mudo y no ofrecía ninguna posibilidad de "feedback" en una conversación telefónica. Pero Filipo tenía, además de un magnífico sentido del humor, un triciclo motorizado, y a veces salíamos por la noche; él conducía y yo, desde atrás, con mi bate de béisbol, destrozaba los buzones de todo el vecindario. Aquello me relajaba y me daba sueño.
Pero entonces recordé que Filipo se había marchado tres días a Malta a un congreso (me parece que era de columbofília, ahora no me acuerdo bien), así que esa noche tendría que distraerme sin él.
Traté de salir de casa sin hacer ruido parar no despertar a nadie. Salí de mi habitación de puntillas, bajé la escalera de madera con mucho cuidado para evitar que los escalones crujieran, crucé la cocina sin despertar al gato, que seguro que se habría puesto a berrear, y me encaminé sigilosamente hacia el vestíbulo. Desgraciadamente, antes de salir tropecé con una montaña de cazuelas viejas que alguien había dejado delante de la puerta, supongo que para llevarlas a reciclar. Acabé de salir corriendo.
Andando por las calles desiertas me dí cuenta de que había una intensa niebla, cosa extraña en aquella época del año. Hacía calor, y el ambiente era húmedo y pegajoso. Deambulé durante un buen rato, sumido en mis reflexiones. Era un alma solitaria, vagando por unas calles que me parecían todas iguales. Las casas, en su mayoría de madera pintada de blanco, se alineaban formando infinitos renglones de confort en un ambiente tranquilo, y exhibían sin pudor verjas inmaculadas, fuentes de piedra y enanos de jardín. Llegado a un punto me senté a tomar un refrigerio (que había cogido antes de salir). Hubo un momento en el que, con la boca llena, me acordé de uno de los chistes de Filipo, y me puse a reír tan fuerte que me salió toda la leche por la nariz. Y fue muy raro, porque estaba bebiendo limonada...
Cuando llevaba lo que me pareció una hora fuera de casa, lo encontré. Estaba allí, en un solar algo apartado, imponente, antiguo, coloreado, alegre pero siniestro. Era uno de aquellos antiguos tiovivos de feria, con sus caballos, sus carruajes, sus luces y espejos y su música de organillo barato.
Me acerqué. Al lado había una pequeña y vieja cabina de madera, dónde supuse que vendían los billetes. Al asomar la cabeza, vi a un hombre dentro, que dormitaba. Era un personaje con un aspecto desaliñado; su ropa parecía buena, de terciopelo granate, pero estaba hecha jirones en algunas partes. Lucía un sombrero de copa y barba de cuatro días y, sobre todo, estaba muy gordo. Extremadamente gordo. De hecho, era imposible que aquél hombre entrara por la puerta de la cabina con semejante barriga y tan mayúsculo trasero. Lo cual me hizo pensar. Mil preguntas invadieron mi mente. ¿Cómo había entrado allí? ¿Se había metido cuando todavía estaba delgado y había engordado tanto allí dentro que no había podido salir nunca más? ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? ¿Cómo es que yo no tenía ninguna noticia de la existencia del carrusel? ¿Desde cuándo estaba plantado en aquel solar? ¿Me había acordado de programar el vídeo para grabar el festival de Eurovisión?
Al verme, el hombre se despertó de repente, y mostrándome una sonrisa llena de dientes medio podridos y negros, me preguntó si deseaba un viaje en el tiovivo. Yo, que todavía estaba desvelado, le dije que sí. Le di una moneda, y a cambio me ex-tendió un papelito de color amarillo pálido con un dibujo aproximado del propio tiovivo, y al lado un hombre que acabé deduciendo que era él mismo de joven. Al habérmelo dado, dijo "Buen viaje!" Y se puso a reír; primero bajito, pero cada vez más fuerte. No paraba de reírse. Cada vez se asemejaba más a aquello que entendemos por "risa maligna". Yo lo miraba, mientras él se descojonaba ante mí sin cesar. Decidí que estaba listo para empezar mi viaje. Anduve hasta el tiovivo, y me monté encima de un caballo negro que me pareció muy elegante. Mientras hacía todo esto, el hombre de la cabina todavía se reía histéricamente. Pensé que era un hombre muy risueño. Al punto, el carrusel se puso en marcha. Empezó muy lento, a la vez que sonaba la música, y mi caballo empezó a moverse; primero hacia arriba, después hacia abajo. Hacía años que no me subía a uno de esos tiovivos (a los once años había decidido que ya era mayor y no quería montarme nunca más a una de estas atracciones de niño pequeño), pero estaba disfrutando de verdad. Daba vueltas y vueltas, y sonreía porque me lo estaba pasando bien. Al cabo de un rato, noté como el ritmo empezaba a acelerar. Las vueltas cada vez eran más rápidas. "Vaya", pensé, "un tiovivo para gente atrevida, ¿eh?". El aumento progresivo continuaba. Cuando debía de llevar dos minutos girando en círculos, la velocidad no era para tomársela a risa, y dudo que un niño pequeño la hubiera podida aguantar. Me pregunté hasta cuando continuaría aumentando, porque empezaba a ser antinatural. Quizás se había estropeado. Entonces me di cuenta: la cabina del hombre gordo se elevó un poco, y de debajo salieron unas piernas (sus piernas). En un momento, se giró y se marchó a grandes zancadas. El hombre, que todavía estaba riéndose como un loco, se alejó, con su cabina incorporada, corriendo a una velocidad prodigiosa, teniendo en cuenta su en-vergadura. Me quedé solo, girando cada vez más rápido, y empezando a temer por mi vida. Aquello empezaba a ser muy peligroso. Me agarraba fuertemente con las manos y los muslos a mi caballo, para evitar que la fuerza centrífuga me hiciera salir disparado unos cuantos metros y me partiera el cuello. Ya no veía nada con claridad, las luces que llegaban desde el vecindario se transformaban en unas líneas continuas de luz brillante, todos los colores se mezclaban en mi cabeza, y los ojos me lloraban por culpa del aire. La música también había ido acelerando y subiendo de tonalidad, y ahora ya no parecía música, sólo un chirrido fuerte y agudo que seguía aumentando su ritmo. Tenía miedo de que las manos, sudadas, me resbalaran, y empezaba a estar muy mareado. El carrusel iba a una velocidad impresionante, tenía la sensación de que en un segundo pasaba seis o siete veces por el mismo punto de la circunferencia. Yo gritaba como un histérico, pero parecía que nadie me oía. Llegó un momento en el que ya perdí totalmente el control de mis esfínteres (lo cual fue muy incómodo), y mis piernas estaban tan cansadas de que dejaron de hacer presión. Al momento, mi cuerpo se elevó, y si no hubiera sido por las manos, que seguían bien agarradas al poste de hierro (siempre he tenido unas manos fuertes), habría salido proyectado algunos centenares de metros, estoy seguro. Con el tiovivo girando a aquella velocidad endemoniada, todo mi cuerpo volaba por los aires, como la cola de una cometa. Los zapatos se me escaparon, y los pantalones se me bajaron, quedando a la altura de los tobillos. Llegó un momento en el que ya ni las manos resistieron una fuerza tan brutal, y me resbalaron del palo de metal pulido, con un sonido de "wink!", y salí volando por los aires dando vueltas. De algún modo, yo pensaba que debían de faltar pocos segundos para que impactara contra el suelo y me quedara hecho papilla. "Qué muerte tan extraña". Cerré los ojos y esperé el final, pero parecía que éste no llegaba. Cuando ya debía de llevar unos quince segundos volando, decidí abrirlos, solo para indagar sobre el motivo de un vuelo tan largo. Lo que vi me maravilló. Estaba viajando por una especie de túnel lleno de luces (todo muy psicodélico), y no había ni rastro de mi vecindario, ni de nada que me resultara familiar. Llegué a la conclusión de que estaba viajando en el tiempo. Sobre todo después de que en las paredes del túnel apareciesen numerosos relojes muy grandes, deformados, y con las agujas yendo hacia atrás y muy rápido. "Que tópico", pensé. Tras unos minutos de viaje por el túnel, de pronto se oyó un estallido muy fuerte, todo se tornó negro y, al fin, volví a sentir el efecto de la gravedad sobre mi cuerpo.
En un abrir y cerrar de ojos, me precipité contra el suelo, con un golpe terrible, y causando un estrépito monumental. Me quedé unos instantes atontado, buceando en una nube de polvo e intentando darme cuenta de mi situación. Enseguida me extrañó, no obstante, no haberme hecho más daño. Al fin y al cabo acababa de darme un batacazo inter-dimensional, algo a lo que no estoy acostumbrado. Ya un poco recuperado, miré debajo de mí, y comprendí que había aterrizado sobre el cuerpo de un hombre. Me levanté enseguida, y al mirarlo lo reconocí al instante. Uniforme mili-tar, mano sobre el estómago y cierto parecido con un sapo. Había caído como un fardo sobre Napoleón Bonaparte. El tipo no tenía muy buen aspecto. Estaba tendido en una postura antinatural y ridícula. Le comprobé el pulso, y no noté nada. "Acabo de matar a Napoleón. Mierda", pensé. Estaba seguro de que aquello me comportaría represalias. Corrí, nervioso y todavía con los pantalones por los tobillos, por la habi-tación, buscando una manera de disimular aquel desastre. Se notaba que el señor Bonaparte era pulcro y ordenado, pues mi estelar aterrizaje era lo único que había alterado una organización milimétrica de todo lo que había en aquel espacio. Mi vista se desvió hacia el escritorio, encima del cual había unos papeles. Según pude com-probar, eran sus memorias. Las memorias del emperador. Un tremendo ataque de curiosidad me invadió, y, temblando de emoción, tomé la primera página. En el enca-bezamiento, había escrito: "Sainte Helène, 5 mai 1821. Demain on attend la gloire de..." Un ruido que venía del piso de arriba me sobresaltó. Era necesario disimular el accidente, y rápido. Rebuscando por el aposento, me di cuenta de que en un cajón de la cómoda había un pequeño tarro con arsénico, junto con dos cabezas verdes de adormidera y algunos supositorios de estramonio. Pensé que a Bonaparte le iban las emociones fuertes. Cogí el arsénico y esparcí un poco por el pelo y la boca del recién chafado. Después me lavé las manos con el agua de un jarrón que había sobre la mesa (no quería envenenarme) y di una última ojeada a lo que aquel señor había estado escribiendo justo antes de que yo llegara desde el futuro con los pantalones bajados y lo aplastara, causándole la muerte. Lo que vi me impresionó sobremanera: por lo que parecía, Napoleón no estaba ni mucho menos acabado. Su recogimiento en lo más remoto del Atlántico Sur era, cuanto menos, un voluntario (y merecido) periodo vacacional. Bonaparte tenía numerosísimos ejércitos repartidos por todos los países del mundo, que, a la señal del ex-emperador (y sólo a su señal), tomarían todos los gobiernos del planeta por la fuerza, convirtiendo todos los estados en provincias del imperio francés. Esta señal debía ser dada el día 6 de mayo del 1821. Eufórico, y a la vez nervioso, cogí la pluma y caligrafié, intentando imitar su letra: "Au revoire: France, l’armée, Josephine".
Subiéndome los pantalones y vigilando que nadie me viera, salí de la habitación por la ventana y empecé a correr por los prados de Santa Helena, pensando que había salvado a toda la humanidad, sin que ellos lo supieran, de pasarse la vida comiendo sólo baguettes, haciendo pasos de ballet y "je t’aime, moi non plus".
Pero entonces recordé que Filipo se había marchado tres días a Malta a un congreso (me parece que era de columbofília, ahora no me acuerdo bien), así que esa noche tendría que distraerme sin él.
Traté de salir de casa sin hacer ruido parar no despertar a nadie. Salí de mi habitación de puntillas, bajé la escalera de madera con mucho cuidado para evitar que los escalones crujieran, crucé la cocina sin despertar al gato, que seguro que se habría puesto a berrear, y me encaminé sigilosamente hacia el vestíbulo. Desgraciadamente, antes de salir tropecé con una montaña de cazuelas viejas que alguien había dejado delante de la puerta, supongo que para llevarlas a reciclar. Acabé de salir corriendo.
Andando por las calles desiertas me dí cuenta de que había una intensa niebla, cosa extraña en aquella época del año. Hacía calor, y el ambiente era húmedo y pegajoso. Deambulé durante un buen rato, sumido en mis reflexiones. Era un alma solitaria, vagando por unas calles que me parecían todas iguales. Las casas, en su mayoría de madera pintada de blanco, se alineaban formando infinitos renglones de confort en un ambiente tranquilo, y exhibían sin pudor verjas inmaculadas, fuentes de piedra y enanos de jardín. Llegado a un punto me senté a tomar un refrigerio (que había cogido antes de salir). Hubo un momento en el que, con la boca llena, me acordé de uno de los chistes de Filipo, y me puse a reír tan fuerte que me salió toda la leche por la nariz. Y fue muy raro, porque estaba bebiendo limonada...
Cuando llevaba lo que me pareció una hora fuera de casa, lo encontré. Estaba allí, en un solar algo apartado, imponente, antiguo, coloreado, alegre pero siniestro. Era uno de aquellos antiguos tiovivos de feria, con sus caballos, sus carruajes, sus luces y espejos y su música de organillo barato.
Me acerqué. Al lado había una pequeña y vieja cabina de madera, dónde supuse que vendían los billetes. Al asomar la cabeza, vi a un hombre dentro, que dormitaba. Era un personaje con un aspecto desaliñado; su ropa parecía buena, de terciopelo granate, pero estaba hecha jirones en algunas partes. Lucía un sombrero de copa y barba de cuatro días y, sobre todo, estaba muy gordo. Extremadamente gordo. De hecho, era imposible que aquél hombre entrara por la puerta de la cabina con semejante barriga y tan mayúsculo trasero. Lo cual me hizo pensar. Mil preguntas invadieron mi mente. ¿Cómo había entrado allí? ¿Se había metido cuando todavía estaba delgado y había engordado tanto allí dentro que no había podido salir nunca más? ¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? ¿Cómo es que yo no tenía ninguna noticia de la existencia del carrusel? ¿Desde cuándo estaba plantado en aquel solar? ¿Me había acordado de programar el vídeo para grabar el festival de Eurovisión?
Al verme, el hombre se despertó de repente, y mostrándome una sonrisa llena de dientes medio podridos y negros, me preguntó si deseaba un viaje en el tiovivo. Yo, que todavía estaba desvelado, le dije que sí. Le di una moneda, y a cambio me ex-tendió un papelito de color amarillo pálido con un dibujo aproximado del propio tiovivo, y al lado un hombre que acabé deduciendo que era él mismo de joven. Al habérmelo dado, dijo "Buen viaje!" Y se puso a reír; primero bajito, pero cada vez más fuerte. No paraba de reírse. Cada vez se asemejaba más a aquello que entendemos por "risa maligna". Yo lo miraba, mientras él se descojonaba ante mí sin cesar. Decidí que estaba listo para empezar mi viaje. Anduve hasta el tiovivo, y me monté encima de un caballo negro que me pareció muy elegante. Mientras hacía todo esto, el hombre de la cabina todavía se reía histéricamente. Pensé que era un hombre muy risueño. Al punto, el carrusel se puso en marcha. Empezó muy lento, a la vez que sonaba la música, y mi caballo empezó a moverse; primero hacia arriba, después hacia abajo. Hacía años que no me subía a uno de esos tiovivos (a los once años había decidido que ya era mayor y no quería montarme nunca más a una de estas atracciones de niño pequeño), pero estaba disfrutando de verdad. Daba vueltas y vueltas, y sonreía porque me lo estaba pasando bien. Al cabo de un rato, noté como el ritmo empezaba a acelerar. Las vueltas cada vez eran más rápidas. "Vaya", pensé, "un tiovivo para gente atrevida, ¿eh?". El aumento progresivo continuaba. Cuando debía de llevar dos minutos girando en círculos, la velocidad no era para tomársela a risa, y dudo que un niño pequeño la hubiera podida aguantar. Me pregunté hasta cuando continuaría aumentando, porque empezaba a ser antinatural. Quizás se había estropeado. Entonces me di cuenta: la cabina del hombre gordo se elevó un poco, y de debajo salieron unas piernas (sus piernas). En un momento, se giró y se marchó a grandes zancadas. El hombre, que todavía estaba riéndose como un loco, se alejó, con su cabina incorporada, corriendo a una velocidad prodigiosa, teniendo en cuenta su en-vergadura. Me quedé solo, girando cada vez más rápido, y empezando a temer por mi vida. Aquello empezaba a ser muy peligroso. Me agarraba fuertemente con las manos y los muslos a mi caballo, para evitar que la fuerza centrífuga me hiciera salir disparado unos cuantos metros y me partiera el cuello. Ya no veía nada con claridad, las luces que llegaban desde el vecindario se transformaban en unas líneas continuas de luz brillante, todos los colores se mezclaban en mi cabeza, y los ojos me lloraban por culpa del aire. La música también había ido acelerando y subiendo de tonalidad, y ahora ya no parecía música, sólo un chirrido fuerte y agudo que seguía aumentando su ritmo. Tenía miedo de que las manos, sudadas, me resbalaran, y empezaba a estar muy mareado. El carrusel iba a una velocidad impresionante, tenía la sensación de que en un segundo pasaba seis o siete veces por el mismo punto de la circunferencia. Yo gritaba como un histérico, pero parecía que nadie me oía. Llegó un momento en el que ya perdí totalmente el control de mis esfínteres (lo cual fue muy incómodo), y mis piernas estaban tan cansadas de que dejaron de hacer presión. Al momento, mi cuerpo se elevó, y si no hubiera sido por las manos, que seguían bien agarradas al poste de hierro (siempre he tenido unas manos fuertes), habría salido proyectado algunos centenares de metros, estoy seguro. Con el tiovivo girando a aquella velocidad endemoniada, todo mi cuerpo volaba por los aires, como la cola de una cometa. Los zapatos se me escaparon, y los pantalones se me bajaron, quedando a la altura de los tobillos. Llegó un momento en el que ya ni las manos resistieron una fuerza tan brutal, y me resbalaron del palo de metal pulido, con un sonido de "wink!", y salí volando por los aires dando vueltas. De algún modo, yo pensaba que debían de faltar pocos segundos para que impactara contra el suelo y me quedara hecho papilla. "Qué muerte tan extraña". Cerré los ojos y esperé el final, pero parecía que éste no llegaba. Cuando ya debía de llevar unos quince segundos volando, decidí abrirlos, solo para indagar sobre el motivo de un vuelo tan largo. Lo que vi me maravilló. Estaba viajando por una especie de túnel lleno de luces (todo muy psicodélico), y no había ni rastro de mi vecindario, ni de nada que me resultara familiar. Llegué a la conclusión de que estaba viajando en el tiempo. Sobre todo después de que en las paredes del túnel apareciesen numerosos relojes muy grandes, deformados, y con las agujas yendo hacia atrás y muy rápido. "Que tópico", pensé. Tras unos minutos de viaje por el túnel, de pronto se oyó un estallido muy fuerte, todo se tornó negro y, al fin, volví a sentir el efecto de la gravedad sobre mi cuerpo.
En un abrir y cerrar de ojos, me precipité contra el suelo, con un golpe terrible, y causando un estrépito monumental. Me quedé unos instantes atontado, buceando en una nube de polvo e intentando darme cuenta de mi situación. Enseguida me extrañó, no obstante, no haberme hecho más daño. Al fin y al cabo acababa de darme un batacazo inter-dimensional, algo a lo que no estoy acostumbrado. Ya un poco recuperado, miré debajo de mí, y comprendí que había aterrizado sobre el cuerpo de un hombre. Me levanté enseguida, y al mirarlo lo reconocí al instante. Uniforme mili-tar, mano sobre el estómago y cierto parecido con un sapo. Había caído como un fardo sobre Napoleón Bonaparte. El tipo no tenía muy buen aspecto. Estaba tendido en una postura antinatural y ridícula. Le comprobé el pulso, y no noté nada. "Acabo de matar a Napoleón. Mierda", pensé. Estaba seguro de que aquello me comportaría represalias. Corrí, nervioso y todavía con los pantalones por los tobillos, por la habi-tación, buscando una manera de disimular aquel desastre. Se notaba que el señor Bonaparte era pulcro y ordenado, pues mi estelar aterrizaje era lo único que había alterado una organización milimétrica de todo lo que había en aquel espacio. Mi vista se desvió hacia el escritorio, encima del cual había unos papeles. Según pude com-probar, eran sus memorias. Las memorias del emperador. Un tremendo ataque de curiosidad me invadió, y, temblando de emoción, tomé la primera página. En el enca-bezamiento, había escrito: "Sainte Helène, 5 mai 1821. Demain on attend la gloire de..." Un ruido que venía del piso de arriba me sobresaltó. Era necesario disimular el accidente, y rápido. Rebuscando por el aposento, me di cuenta de que en un cajón de la cómoda había un pequeño tarro con arsénico, junto con dos cabezas verdes de adormidera y algunos supositorios de estramonio. Pensé que a Bonaparte le iban las emociones fuertes. Cogí el arsénico y esparcí un poco por el pelo y la boca del recién chafado. Después me lavé las manos con el agua de un jarrón que había sobre la mesa (no quería envenenarme) y di una última ojeada a lo que aquel señor había estado escribiendo justo antes de que yo llegara desde el futuro con los pantalones bajados y lo aplastara, causándole la muerte. Lo que vi me impresionó sobremanera: por lo que parecía, Napoleón no estaba ni mucho menos acabado. Su recogimiento en lo más remoto del Atlántico Sur era, cuanto menos, un voluntario (y merecido) periodo vacacional. Bonaparte tenía numerosísimos ejércitos repartidos por todos los países del mundo, que, a la señal del ex-emperador (y sólo a su señal), tomarían todos los gobiernos del planeta por la fuerza, convirtiendo todos los estados en provincias del imperio francés. Esta señal debía ser dada el día 6 de mayo del 1821. Eufórico, y a la vez nervioso, cogí la pluma y caligrafié, intentando imitar su letra: "Au revoire: France, l’armée, Josephine".
Subiéndome los pantalones y vigilando que nadie me viera, salí de la habitación por la ventana y empecé a correr por los prados de Santa Helena, pensando que había salvado a toda la humanidad, sin que ellos lo supieran, de pasarse la vida comiendo sólo baguettes, haciendo pasos de ballet y "je t’aime, moi non plus".