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Está ella esperando delante del Café Zurich –más bien delante de la fnac- apoyada la espalda en la pared de chapa gris y leyendo una edición bastante antigua de Alicia en el país de las maravillas. Lleva el pelo teñido de negro y cortado justo por debajo de las orejas, el línea recta ascendente hacia la nuca, lo que le da un aire de Amélie que sólo gusta a los que, en el día de mañana, pondrán a sus hijos nombres de artículos de Ikea, cómo Skrüvsta, Basisk o Kaktus. También lleva pantalones muy estrechos, camiseta muy ancha, diadema roja y zapatos vintage.
Llega él atravesando Pelayo con decisión y rumbo fijo. Se acerca, aminorando la marcha, y apoya la mano sobre la pared de chapa gris, a unos pocos centímetros de la cabeza de ella, que se asusta y levanta la vista del libro.
-Hola –dice él-, ya estoy aquí.
-Ya. ¿Quién eres? –responde ella
- Soy todo lo que estabas esperando. Lo que necesitas.
-No es verdad. No te conozco.
-Ha llegado el momento, pues. Llevabas esperándome toda la vida.
-No, yo espero… a otra persona.
-¿Quieres un helado?
-No, no quiero un helado. Quiero que me dejes.
-No estás esperando a nadie en especial. Ni siquiera estás leyendo. Te apoyas en la pared de chapa gris y esperas, como si fueras el anzuelo de un pescador, que alguien se enganche a ti.
-Deja de decir…
-Que alguien te salve. Y yo he venido a salvarte.
-Bueno, quizá…
-¿Seguro que no quieres un helado?
-¿Y si dejara que me comprases un helado y justo después sacara de mi bolso con un dibujo de una Vespa un spray de pimienta anti-violadores y te lo vaciara sobre la cara y me largara corriendo?
-Bueno, es un riesgo que estoy dispuesto a asumir, más que nada porque sé seguro que no vas a hacer nada parecido.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque está empezando a llover y estás cansada de ser un anzuelo.
-Vainilla con nueces de Macadamia. Tres bolas. Y con palitos de esos de colores por encima.
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